Al rescate de nuestra
identidad culinaria, un recorrido por las anécdotas gastronómicas de la República Argentina.
De
carne somos
Los historiadores coinciden al
señalar que durante el siglo XIX el menú local no variaba demasiado entre el
puchero (que se llamaba “olla podrida”), las carnes y algún que otro pescado de
río. También en que el asado se impuso desde un principio como el gran plato
nacional, aunque entonces no se usaban parrillas, sino que las reses se
ensartaban en una estaca con forma de cruz. En el libro Los sabores de La Patria, Víctor Ego Ducrot menciona el poco esfuerzo
que aquí se dedicaba la cocina, tal vez porque la abundancia es amiga de la
pereza. “A veces mataban un animal para engullir sólo el matambre, la lengua o
los caracúes –detalla-, y otras le sacaban el vientre o el mondongo con toda la
grasa y le prendían fuego. Cuando estaba bien encendido, lo metían dentro de la
vaca despanzurrada hasta que el animal se asase desde sus entrañas”. Lo que se
dice un manjar.
La
grasa de las capitales
La primera invasión inglesa, en
1806, logró en estas tierras lo que hasta entonces parecía imposible: una
alianza de hecho entre distintos sectores –criollos, españoles, comerciantes,
clérigos y militares- que se unieron para expulsar a los invasores. Sin embargo,
vaya uno a saber por qué, el episodio de la reconquista termina siempre remitiendo
a lo mismo: los litros de aceite arrojados por las calles del Buenos Aires
colonial. Lamentamos tener que corregir desde aquí una anécdota tan cara al cuaderno escolar,
pero lo cierto es que lo que cayó de los balcones no habría sido aceite sino grasa
de vaca derretida, mucho más barata y fácil de conseguir. En cuanto a los
nostálgicos que todavía lamentan que “hayamos echado a los ingleses”, Felipe
Pigna se pregunta por qué supondrán ellos que entonces seríamos una
superpotencia y no una ex colonia inglesa con la mayoría de su población en la
miseria, como pasó con la India, Bangladesh, Pakistán y Tanzania.
Etimología
Parece que en el siglo XIX un
soldado británico que recaló en Buenos Aires tuvo a bien pedir que le pasaran el
adobo para el asado empleando un cocoliche que sonó a algo así como “che, give
me that curry”. Y alguien que estaba al lado (aparentemente en tren de broma)
repitió ahí nomás y en voz bien alta un clarísimo “chimichurri”. Se ve que el
ingenio criollo picaba alto desde entonces.
Tu
vuò fà l'americano
Los hábitos alimenticios de los
argentinos comenzaron a expandirse gracias al invalorable aporte de los miles
de inmigrantes que en algún rincón de sus valijas, entre esperanzas y sueños
rotos, acomodaron también sus recetas. La más fuerte de estas influencias fue
la italiana, que aportó al menú local un sinnúmero de platos y ritos, como la
pasta del domingo o la costumbre del aperitivo. Como prueba basta mencionar que
hoy somos el tercer centro consumidor global de pizza detrás de Roma y Nueva
York. Foránea y todo, la pizza porteña sigue teniendo algunas notas que la hacen
única, como el hecho de ser un poco más gruesa que la italiana o la posibilidad
de comerla con fainá, guarnición que a los ojos extranjeros sigue resultando bastante insólita.
Un círculo vicioso
El alfajor es otro de los
tantos productos importados (en este caso del mundo árabe) que
supieron adaptarse al paladar local. El primer fabricante de alfajores
argentinos fue el francés Augusto Chammás, quien en 1869 fundó una pequeña
industria dedicada a la elaboración la entrañable golosina circular. La
innovación de Chammás, justamente, fue confeccionar el alfajor con tabletas
redondas, ya que las de sus “primos” árabes se sabe que eran cuadradas. El alfajor lleva
140 años de tradición nacional y la variedad que hoy se consigue en
los kioscos es asombrosa: de hecho se calcula que en el país se venden por día
6 millones de unidades. Además, casi todas las provincias tienen sus alfajores
autóctonos, en general elaborados por emprendimientos familiares que llegan al
mercado a través de puntos de venta propios.
Chau
soda
¿Cuál es la bebida más
argentina? ¿el torrontés? ¿el mate? ¿la Cunnington? ¿la Hesperidina? Aunque en
realidad data del imperio romano, desde aquí igual votamos por la soda, compañera
de las mesas argentinas sin distinción de clase ni religión. La Plata supo
cobijar una decena de soderías, y de hecho en la ciudad de las diagonales se ha
creado un museo especialmente dedicado al sifón y a la soda. Luis Alberto
Taube, su director, recuerda que en estos pagos surgió la figura del repartidor
de soda, quien pronto se convirtió en amigo de sus clientes. “En las casas se
dejaba la puerta entreabierta con el cajón de madera de seis unidades detrás,
con los sifones vacíos y la plata debajo. El sodero los cambiaba, se llevaba el
dinero y listo”, evoca. A partir de los ‘80 esta costumbre empezó a perder
efervescencia, tanto que hoy el sifón de vidrio es prácticamente una reliquia.
Historia
de dos ciudades
Muchos platos porteños fueron
bautizados según el nombre de los restaurantes que los vieron nacer, como es el
caso de nuestras queridas milanesas a la napolitana. El hecho ocurrió en la década
del ’50 en el bar Nápoli, que quedaba frente al Luna Park. Cierta vez que se le
quemaron las milanesas, al dueño se le ocurrió disimularlo cubriéndolas con
queso y salsa de tomate. El invento, que terminó incorporado al menú, logró lo inaudito:
unir en un mismo plato a dos irreconciliables ciudades del norte y el sur de Italia.
Te
presento una miga
Casi siempre relegados detrás
de otros bocadillos supuestamente más patrióticos, los sándwiches de miga son
tan argentinos que por lo menos desde aquí no encontramos otra ciudad en el mundo en la que los
preparen, exceptuando parecidos (mas no iguales) “sándwiches de confitería”
uruguayos. Disponibles en cualquier panadería con un infinito surtido de
rellenos, los simples y triples han formado parte de cumpleaños, comuniones y
cuanto evento que necesitara de un digno servicio de lunch. También el tostado
mixto (para algunos "Carlitos") es en el país una institución.
No
soy de aquí ni soy de allá
¿Qué es lo que hace a la
identidad culinaria de un país? A los argentinos nos encanta adjudicarnos
autorías, pero la verdad es que desde las empanadas hasta el dulce de leche registran
antecedentes en otros confines. Tal vez nuestra cultura gastronómica no tenga
que ver tanto con lo que aquí se haya inventado, sino con lo que usualmente
comemos, así se trate de platos nativos o de especialidades de afuera recreadas
según la idiosincrasia local. Después de todo, ¿por qué iba a ser más argentina
la mazamorra que nuestras clásicas facturas, el choripán o el bife con ensalada?
Claro que lo que hoy nos identifica no es lo mismo antes: a fin de cuentas, la historia
no se acabó. La historia, todavía y siempre, se sigue escribiendo.
Y que importante es saber donde si y donde no!
ResponderEliminar"donde compraste las facturas, no me digas que en lo de -X-, ahí son un garrote, tenes que ir a tal otro lugar" o "yo te compro el pan en lo de -Z- porque tiene mas gustito a grasa".
Facturas, pan, sandwiches, carnes, pizzas, verduras. Todo tiene su lugar de cariños y costumbres (argentinas).
Es cierto, eso es muy argento también: las medialunas "de" La Esmeralda, las empanadas "de" 1810, los sanguchitos de jamón y tomate "de" La Pinal (o los de la Ritz, gran esquina sanguchera resultó ser Lacroze y Cabildo).
ResponderEliminarSlds.
Quiero hacer sobre esta nota una corrección, o más bien una aclaración: la verdad no sé si los sándwiches de miga son tan argentinos, pero sí -eso seguro- son bien porteños. Supongo que tendrá que ver con el hecho de que Buenos Aires sea una ciudad tan húmeda, porque cuando estos sandwichitos se secan enseguida se les suben las puntas y pierden toda su gracia. Listo, asunto aclarado.
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