Los patios de comidas se cuentan entre "lo menos" de la gastronomía,
algo que tampoco es casual: estamos hablando de espacios ruidosos donde gran parte de
los alimentos lucen plásticos y la iluminación es excesiva. Pero entonces ¿por
qué seguimos eligiendo los patios de comidas? En parte porque al mismo
tiempo resultan bastante prácticos: en general no presentan sorpresas, son
relativamente baratos, fáciles para decidir qué comer y -lo que es aún más
importante- están siempre a un paso de donde uno suele ir de shopping, o al
cine, o a un parque temático, o a tomar un avión, o a trabajar en un complejo
de oficinas. Es que los patios de comidas -como todos los “no lugares”- se
vinculan necesariamente a algún tipo de transacción.
El patio de comidas del Unicenter tiene capacidad para 1.800 personas. El del DOT, para 1.400, el del Abasto 1.200 y el Patio Bullrich, 800. Pero más allá de las sutiles diferencias, lo que llama la atención es
el parecido que estos megacomedores tienen entre sí, siempre con su
diseño panóptico, sus similares marcas (que supuestamente representan
gastronomías de distintos países) y hasta el mismo olor en casi todos lados.
Incluso los precios son semejantes sin importar el barrio: un menú con carne o
pollo más guarnición y bebida puede costar 45 pesos, mientras que uno de pasta
o ensalada con pan y gaseosa ronda los 38.
Más que a los restaurantes, los patios de comidas podrían asimilarse a
los supermercados, donde todo lo que se vende está estudiadamente expuesto: un
paraíso de contacto directo con la mercadería. “El shopping realiza de manera
perfecta lo que manda la mercancía”, escribe Beatriz Sarlo en el libro La
ciudad vista. “Exhibe la regularidad de su valor medido en dinero, de manera
abstracta y con una tendencia irrefrenable a presentarse como universal. Por
eso los shoppings pueden ser recorridos sin que se los conozca. No necesitan
ser familiares, porque no ofrecen nada diferente a lo que ya se sabe por
experiencias anteriores. No se puede descubrir un shopping, sino que su
cualidad es precisamente la opuesta: negarse a todo descubrimiento, porque tal
actividad significaría una pérdida de tiempo y una falla de funcionamiento”.
Por eso en el patio de comidas nada es casual. Tanto su orden como su claridad, su limpieza y su seguridad funcionan de acuerdo a sus fines. Cada centímetro está organizado racionalmente, y no se admite nada que se desvíe de esa racionalidad. Un usuario de un patio de comidas podría transformarse sin dificultades en usuario de otro, incluso aunque se encuentre en otra ciudad. Es que las señales son tan legibles, tan obvias, que entenderlas no presenta ningún tipo de problemas.
En Estados Unidos los patios de comidas se conocen como “food courts” y fue en 1974 cuando el primero de ellos saltó a la fama gracias a su sus
abultadas ventas en el shopping “Paramus”, de New Jersey. En Perú estos
espacios se llaman “plazas de comidas” y en Venezuela llevan el curioso nombre
de “feria de la comida”. Así y todo, el récord en materia se lo llevan
Singapur, Malasia y Tailandia, donde los patios de comidas son tremendamente populares.
¿Quiénes visitan los patios de comidas? Principalmente, los adolescentes y las personas mayores. Los primeros, quizás, porque no tienen el recuerdo de otras costumbres ni otras experiencias más queridas que añorar. En cuanto a los mayores, a ciencia cierta no lo sabemos, pero se nos ocurre que tal vez su inclinación tenga que ver con la facilidad que el patio de comidas les ofrece en términos de acceso en un mundo que demasiadas veces les da la espalda.
La mayoría de los patios de comidas funcionan de 10 a 24 los días de
semana y hasta las 2 de la mañana los fines de semana: 16 horas ininterrumpidas
despachando mercadería. En general ofrecen poca variedad de platos –lo que baja
notablemente sus costos- y, como suelen contratar empleados que hacen una sola
cosa, pueden pagarles poco y reemplazarlos con rapidez cuando al cabo de un
tiempo se terminan cansando. Es poderosa la industria de los patios de comidas. Y también
nos brinda la ilusión de una multiplicidad de opciones, cuando las compañías
involucradas son en realidad unas pocas.
Por eso la mirada de Sarlo sobre los shoppings aplica perfectamente a los patios de comidas, máxime en el pasaje donde la ensayista señala que “la mayoría de los habitantes de la ciudad encuentran en el mercado lo que creen desear libremente cuando una alternativa no se les presenta ante los ojos, o les resulta desconocida y probablemente hostil a lo que han aprendido en la cultura más persuasiva de las últimas décadas: la de los consumidores”.
¿Qué son los “no lugares”?
El concepto de “no lugares” fue acuñado por Mar
Augé, un antropólogo francés que se ocupó de estudiar esos sitios donde no hay
identidad ni vínculos directos entre el que los ocupa y el lugar, como por ejemplo
shoppings, aeropuertos, autopistas, etc. En general son espacios necesarios
para la circulación acelerada de personas y bienes. “El no lugar es lo
contrario de un domicilio, una residencia, de un lugar en el sentido corriente del
término. Solo, pero semejante a los demás, el usuario del no lugar mantiene con
éste una relación contractual simbolizada por el billete de tren o avión, la
tarjeta para el peaje, etc. En estos lugares se conquista el anonimato si se
provee la prueba de la identidad personal: pasaporte, tarjeta de crédito,
cheque o todo otro permiso que autorice a su acceso”, explica la contratapa de
Los “no lugares”, espacios de anonimato. Una antropología de la
sobremodernidad, escrito por Augé y editado por Gedisa.
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