viernes, 4 de mayo de 2012

Del tacho a la mesa

Saturada de grasa, azúcar y significado, la comida chatarra se ha vuelto la gastronomía insignia de la calle. 

El mundillo gourmet propone hoy tantas cocinas que apenas si se pueden contar: está la japonesa, la uruguaya, cantonesa, “de autor”, fusión, cruda, orgánica, vegana, marroquí, judeoparaguaya, de todo, cualquier cosa. Y entre toda esa maraña de opciones aparece ella, la comida chatarra, ésa que llega a las mesas por la ruta de una industria gigantesca y desprovista de todo tipo de glamour. También conocida como “comida basura”, la chatarra es denostada por un amplio arco de nutricionistas por dos razones: una, su total carencia de micronutrientes; dos, sus altísimos niveles de grasas, sal y azúcares, amén de numerosos aditivos entre los que se cuentan estabilizantes, potenciadores del sabor y colorantes. Habitualmente asociados al fast food, estos alimentos ultraprocesados se comen casi siempre al paso y sin cubiertos, aunque lo que mejor los define no radica tanto en su apariencia, ni en su consumo, ni en el gusto: antes que nada -y por su enorme rentabilidad- lo que la comida chatarra representa es un gran gran negocio.

Paty: ya no te quiero
Si de chatarra hablamos el paty ocupa el lugar del rey del basural, un puñado de carne y otros ingredientes artificiales aglutinados en un disco algo gomoso que en el súper se vende supercongelado a unos $5 por unidad. Casi ni vale la pena aclarar que los restaurantes gourmet NO preparan patys en ninguna de sus variantes, sino que éstos se consiguen en los locales y puestos de comida al paso concentrados cerca de terminales ferroviarias, zonas fabriles o paradas de colectivos.

Iluminados por luces de tubo, recubiertos de azulejos blancos y provistos de unas simples sillas de caño y mesas de fórmica, estos establecimientos suelen tener los patys precocidos y apilados sobre la parrilla como para poder, llegado el momento, despacharlos con relativa velocidad. Según el acompañamiento –lechuga, tomate, jamón, queso- el precio suele rondar los 15 pesos, aunque el resultado suele ser bastante triste: carne desabrida, verdura vieja y un pan que deja mucho que desear. Acompañado por un cono de papas fritas, el combo provoca la suficiente sed como para beberse luego un tanque de coca cola, lo que sumado puede rezumar en un total de unas 1.500 calorías y 20 gramos de grasa saturada, un cóctel letal para las arterias que cualquier nutricionista recomendaría evitar.

Por esas vueltas del mercado el consumo de chatarra no para de crecer, generando a sus fabricantes unas ganancias fabulosas y a la población un problema sanitario serio. De hecho esta generación de jóvenes será la primera en la historia que podría ser enterrada por sus padres por causas vinculadas a la obesidad. Así y todo, muy pocas alarmas suenan. Si hasta una conocida cadena de hamburgueserías inventó un payasito para poder venderles la chatarra a los niños.

Hay panchos y panchos
Para las personas que tienen que pasar mucho tiempo en la calle y cuentan con poco dinero, el pancho viene a ser la panacea. Hay quienes aseguran que el más rico de la ciudad se come en Pancho 46, y en ese tren abonan la teoría con cientos de mitos: desde que al local concurren las minas más lindas de Buenos Aires hasta que al agua de las salchichas le echan kétchup, cubitos knorr o gancia.

El caso es que el local –que funciona desde 1969 en la esquina de Constituyentes y Arturo Illia, en San Martín- comenzó a gestar su fama en los primeros tiempos de Videomatch, cuando en sus instalaciones se filmaba el sketch “Diego el panchero”, en el que un empleado se equivocaba cada vez que un cliente le pedía que le pusieran mostaza o mayonesa al pancho. Desde entonces la presencia de famosos ha venido in crescendo, así como también la de fierreros y vedettes. De todas formas al pancho –que se vende a 8 pesos- no le sobra nada. Para empezar, es bastante pequeño (los hombres se los comen de a cuatro o incluso seis), pero además la gente de Pancho 46 sostiene un curioso concepto de lo que significa “completo”, esto es: apenas salsa golf y mayonesa. “¿Nada más?”, pregunta la cronista frente al panchito con una mueca de decepción. “¿Ni cebolla, ni papas?”, insiste, a lo que recibe como respuesta un lacónico: “No trabajamos papas”.

¿El pancho es chatarra? Sí, por supuesto. Pero así y todo hay panchos y panchos. Por ejemplo en Panchos del Sol (una panchería que funciona al fondo de una galería ubicada en Florida 860, Microcentro) venden un pancho delicioso, con una salchicha tipo alemana (cuya piel es más durita: hasta ofrece cierta resistencia al morderse) y un pan algo dulzón (quizás más parecido al pebete) que realmente hacen la diferencia.

Tampoco la pavada
En el libro Con los perdedores del mejor de los mundos, Günter Wallraff relata cómo los empleados de la cadena Starbucks son obligados a sonreír a los clientes que ingresan a la cafetería. Así -según cuenta el periodista- los locales son sujetos a inspecciones periódicas encubiertas que entre otros aspectos evalúan cuánto tarda cada cajero en extender una amplia sonrisa al siguiente comprador en la fila. Lejos de ponderar esta pesadilla orwelliana, tampoco está tan mal pretender una cuota de buena onda al comprar un alimento, ya se trate de un café, una factura o una pizza.

El caso de Ugi’s, sin ir más lejos, resulta emblemático por la desidia con la que el establecimiento trata a sus clientes, ofreciéndoles un espacio mugriento, platos de plástico no descartables, el orégano en una botellita de gatorade agujereada, los cubiertos en un tupper manoseado, apenas dos variedades de gaseosa y otras dos de pizza que, si bien al primer bocado sabe más o menos decente, al enfriarse se vuelve tan horrible que casi deja de ser apta para el consumo humano. Ahora bien, al precio no hay con qué darle: 20 pesos la grande de muzzarella y apenas 5 el cuarto. Se trata de un alimento que se consume exclusivamente por hambre y ahorro. Y de una empresa que, bien por lo bajo, pareciera insinuarnos: “Si no tenés plata, entonces comé y callate. Porque no vas a recibir ni un solo gramo de calidad”.  

Ricos flacos, gordos pobres
La chatarra, así de mala como es, sigue igual extendiéndose cual mancha de petróleo. Por ejemplo: está la chatarra dulce, corporizada en esos enormes helados de máquina batidos junto a golosinas trituradas y bautizados con nombres del tipo “smulrf”; y también la chatarra que llegó a los hogares en forma de patitas, merlucitas, snacks, galletas y jugos supuestamente “naturales” que –lo sabemos- nunca lo son.

Las grandes corporaciones de la comida chatarra se defienden diciendo que los hábitos de alimentación y el ejercicio son responsabilidad personal, al tiempo que gastan millones en publicidad y trucos para inducir a los consumidores (y sobre todo a los chicos) a comprar productos que dañan su salud. Y si bien pareciera que la creciente oferta tiene que ver con la practicidad, o con el poco tiempo que hoy tienen las mujeres para dedicarle a la cocina, en realidad todas estas comidas son diseñadas más para la conveniencia de la industria que para la de los consumidores.

Según Patricia Aguirre, antropóloga de y autora del libro Ricos flacos y gordos pobres, en la Argentina de 1965 pobres y ricos comían parecido. “Los sectores de menores ingresos consumían el cuarto delantero, mientras que el cuarto trasero formaba parte de las mesas de los sectores medios y altos. También lácteos y frutas presentaban un mayor consumo a medida que aumenta el ingreso, pero la cantidad era similar y pobres y ricos tenían acceso a micronutrientes. En aquel año había un patrón único que cortaba transversalmente la estructura de ingresos, lo que no habla solamente de la comida, sino también de la sociedad que la consumía”, explica.  

“En 1985, cuando el Indec efectuó una encuesta similar, ya había enormes tensiones, y en 1996 los datos muestran que esa estructura social se rompió. Entonces, como ahora, hay comida de pobre, con menos carne y menos verdura. Ya en ese año se registran carencias múltiples: de vitaminas, de calcio, de hierro. Y esto corresponde a cambios en la distribución del ingreso: en 1965, la Argentina era un país de alimentos baratos e ingresos medios; ahora es un país de ingresos bajos para muchos sectores, con alimentos relativamente caros. La gente no come lo que quiere, ni lo que sabe, sino lo que puede”. El resultado es lo que se conoce como “gordura de la escasez” y, si bien suele achacarse a la responsabilidad individual, en realidad se trata de un problema social.

La chatarra, si se consume cada tanto, puede ser salvadora, simpática y en ocasiones hasta sabrosa. Pero si se vuelve hábito se convierte en un problema. Sin la necesidad de volverse radical, todavía queda la opción de reflexionar, mirar etiquetas y comparar calidades y precios. Por lo menos, para que la comodidad no nos deje anestesiados como consumidores. 


Este artículo fue publicado en la revista Playboy

3 comentarios:

  1. Anoche comí por 1ra vez en Subway. Sánguche en pan integral de pechuga de pollo con tomate, lechuga y cebolla. Ojo con esa cadena. Por ahí es otra cosa.

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  2. Sí, no tiene que ver tanto con la cadena como con la comida en sí. Cuanto más artificial sea, cuantos más aditivos y grasa trans tenga, entonces peor. Incluso McDonald's tiene ensaladas que claramente no pueden considerarse chatarra. Hay que estar atento a cada caso particular.
    Saludos.

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  3. Una nota sumamente interesante que tiene que ver con el tema:
    http://www.bbc.co.uk/mundo/noticias/2012/06/120601_bebidas_gigantes_prohibicion_men.shtml
    Vero.

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