lunes, 18 de junio de 2012

Buenos Aires, tierra de teatro

Aunque los números no cierren y en el camino haya que dejarse la vida, el teatro independiente porteño sigue en carrera y mostrando además una calidad extraordinaria.

Las obras de teatro independiente no son productos que puedan venderse de antemano, ni resumirse en un trailer vertiginoso o un par de diálogos publicitarios. El deleite que provocan es más… sutil. Más complicado. Porque no se trata de puestas “divertidas”, o de textos con ideas facilongas para que la gente se vuelva a casa feliz y con las expectativas colmadas. Sin embargo, contra toda regla del marketing, en Buenos Aires las obras de teatro independiente se multiplican, y el público las acompaña, y la crítica las celebra, quizás justamente porque ese placer sutil –el que arranca por ingresar a una sala pequeña, obligarse a comprender otros lenguajes y quedarse, al final, con la cabeza llena de preguntas- constituye el acceso a un tipo de sensaciones tan sublimes como auténticas.

A principios de 2002, cuando los medios del mundo relataban cómo la Argentina se caía a pedazos, algunos corresponsales fueron suspicaces como para notar otro fenómeno más allá de los cacerolazos: el de una cartelera teatral que se mostraba más viva que nunca. Aun entonces se exhibían en Buenos Aires más espectáculos que en muchas ciudades del Primer Mundo, y ni hablar si los datos se cruzaban con los de países vecinos.

Hoy, lejos de decaer, la movida del off porteño se mantiene de lo más burbujeante: sólo en una semana se exhiben en la ciudad unas 700 obras, y lo mejor es que no se trata de un boom ni de una moda, sino de un fenómeno sostenido y de largo aliento. Porque en Buenos Aires hay teatro en la calle Corrientes, pero también en las salas mínimas, en las plazas, en las cárceles y en los garajes, en los colegios y hasta en las casas.  

Para comprender este hecho es preciso trazar una división: la que existe entre los circuitos comercial, oficial e independiente, ya que éste último es el que se ha caracterizado por dar batalla más allá de todo contexto. Ésa es la diferencia clave que el off muestra con respecto al teatro comercial, que para llenar las salas suele tener que apostar a estrellitas o fórmulas ya probadas. El teatro independiente, en cambio, puede permitirse otra clase de búsqueda, aunque para eso tenga que dejar el alma.

Soy actor, quiero actuar
En general las puestas del under tienen un año de preparación, y durante los tiempos de ensayo ninguno de los actores cobra un peso. Según cuentan los directores, organizar las producciones es un verdadero parto, ya que los integrantes del elenco tienen además sus respectivos trabajos (algunas veces en oficinas, otras haciendo publicidades), con lo cual los horarios se vuelven realmente difíciles de combinar.

Si bien es cierto que gran parte de las obras obtiene un subsidio (que se tramita a través del Instituto Nacional del Teatro, que depende de Cultura de la Nación, y Proteatro, en la Ciudad de Buenos Aires), estas cifras con suerte alcanzan para pagar la sala y la escenografía. El resto de la compañía trabaja en cooperativa y divide el ingreso que entra por boletería tras cada función. En la mayoría de los proyectos la inversión inicial parte de los propios actores, directores, escenógrafos, iluminadores y músicos, que participan del proceso creativo en forma gratuita o recibiendo montos de dinero ínfimos.

Lo que resulta fascinante es cómo, más allá de estos precarios procesos de producción, la escena del off porteño alcanza una calidad que sorprende a locales y extranjeros y triunfa en festivales internacionales, prestigiando así a todo el teatro argentino.

“Los sinónimos como ‘off’ o ‘under’ hablan justamente de una escisión respecto de un lenguaje instituido”, explica Guillermo Cacace, director de las premiadas Sangra y Stéfano. “Por eso el independiente es un teatro que merece un gran cuidado, porque tiene que ver con el deseo del artista por fuera de los límites que le puede imponer un sistema. El teatro independiente ha hecho por el movimiento teatral de Buenos Aires lo que ningún otro sector, porque es semillero de talentos y el lugar donde nacen los lenguajes. Pero ya lo decía Peter Brook: un teatro de riesgo no puede depender de la boletería”.

Javier Acuña, actor y director de Alternativa Teatral, sostiene que “el teatro independiente ocupa un lugar de prestigio, aunque hoy por hoy muchos de sus integrantes quieren pasar al circuito comercial. Quizás después vuelven a hacer teatro independiente para ‘redimirse’, pero es un ámbito en el que todo se hace más difícil y del que, efectivamente, es imposible vivir”, reconoce. “Mike Amigorena es un buen ejemplo de a lo que alguien del off aspiraría”, advierte. “Ya era conocido en ese circuito a la par que hacía algunos papeles en televisión, hasta que le llegó la oportunidad de protagonizar Los exitosos Pells. Ésa es la fantasía de muchos actores”.

Under… pressure
El teatro argentino siempre se caracterizó por ser vanguardia, un espacio en el que circula el pensamiento de cambio”, marca Lorenzo Quinteros. “Pero en un ámbito como este nada asegura que una obra va a andar bien de público, y eso no quiere decir que sea un fracaso. Por eso hay que subsidiar el teatro correctamente –explica-. Para que tenga nivel, y no solamente para que no se asfixie”.

“Con respecto a las condiciones económicas en las que producimos en Buenos Aires: son malas, claro”, asegura el director Ariel Farace. “Pero personalmente –agrega- no creo interesante el discurso que el dinero genera a su alrededor. Yo hago teatro porque quiero, y hago una obra en las condiciones en las que la hago porque lo elijo. Si no me quedo en mi casa leyendo. No es serio, como artista, quedar preso de limitaciones que terminan debilitando la posibilidad de asumir riesgos en la creación. Por eso en este panorama sobresalen las búsquedas apasionadas y sinceras, esas que lejos de las variantes económicas logran marcar una diferencia”.

Ahora bien, ¿por qué es que hay tanto teatro en la ciudad? Definitivamente las corrientes migratorias españolas, italianas y judías que llegaron trayendo su tradición teatral tuvieron una incidencia fundamental, aunque tampoco acaban de explicarlo del todo. “No sabría decir con exactitud en dónde está el origen de tanta movida”, arremete Acuña. “Quizás es que haya muchas escuelas de arte dramático que promueven el hecho de ‘hacer’, y por eso proliferan tantas obras. Pero tiene que haber algo más. Ricardo Bartís decía que el actor es un ser que necesariamente está en contacto con otro tipo de pulsión, algo que únicamente le ocurre cuando está actuando. Tal vez tenga que ver con eso”.

Los datos, en todo caso, siguen confirmando que Buenos Aires es una de las ciudades más creativas estéticamente y de mayor nivel de producción, incluso entre otras capitales que desde hace muchos más años juegan en la primera teatral.

“Mi maestra fue Alejandra Boero –cuenta Claudio Tolcachir-, ella fundó ocho teatros y siempre que tuvo dos mangos de más, lo primero que hizo fue abrir una sala”, recuerda el creador de Timbre 4. “Es difícil hacer cine con pocos recursos –dice- pero hay teatro que uno hace por uno, porque quiere, aunque sea con dos palitos, una silla y cinco personas mirando. Con eso ya se produce el fenómeno teatral y así sobrevivió el teatro independiente, aun con dictadura y aun con crisis, porque tiene esa escapatoria: lo hago y no tengo que pedirle permiso a nadie, tan simple como eso. Invito a quince personas a mi casa y hago teatro”. 

sábado, 16 de junio de 2012

Bebo, luego escribo

Un recorrido por los bares del mundo que homenajean la figura del escritor estadounidense Ernest Hemingway.

Con Hemingway pasa algo curioso. Si bien nadie duda de su talento (no por nada ganó el Nobel en 1954, y es autor, además, de clásicos como El viejo y el mar y París era una fiesta), también es cierto que no se trata de un escritor unánimemente aclamado o especialmente querido. Tanto es así, que casi es más conocido por su alocada vida que por su prosa sencilla pero potente.

No es para menos: dicen que fue uno de esos tipos duros que en la vida quisieron hacerlo TODO, desde convertirse en chofer de ambulancias para poder ir a la guerra hasta ponerse a practicar box, cacería y pesca de tiburones; desde recorrer alegremente el mundo en busca de aventuras hasta apretar con el pie el gatillo de un rifle que se había embutido en la boca (porque así fue como él mismo terminó todo un domingo de julio de 1962). Las malas lenguas dicen que era borracho, gritón, mujeriego y temerario, un ser bastante fanfarrón y encima, defensor de toreros. Y las lenguas buenas no es que nieguen lo anterior, aunque también reconocen que cuando se ponía, Ernest escribía como un maldito genio.

El caso es que, con controversia y todo, hay desparramada por el mundo una interesante cantidad de bares que explotan su figura sacando a relucir sus chapas de “aquí bebía Hemingway”. De hecho deben llevar su nombre más bares que bibliotecas. Por eso lo que sigue es un viaje tras sus huellas, un recorrido por ese circuito de santuarios etílicos dedicados al viejo Papa.

En el último trago nos vamos
Un ejemplo típico es el bar del Ritz de París, que antes se llamaba “Petit Bar” pero hoy directamente se conoce como “Bar Hemingway”. Fue elegido el mejor del mundo por Forbes y es casi un templo temático dedicado al escritor: ahí venden los whiskies que le gustaban y hay imágenes suyas en todas las paredes. A esa barra iba a beber cada noche, tras lo cual su esposa -la cuarta de ellas, la periodista Mary Welsh- terminaba siempre retándolo porque llegaba borracho. Así que cierta vez Hemingway le pidió al barman: “prepáreme algo que no me deje aliento a alcohol”. El barman mezcló entonces en un vaso jugo de tomate y vodka. “Bravo –le dijo el Nobel al otro día- La maldita Mary (bloody mary) no sintió nada”. Dicen que así fue bautizado el mejor trago contra la resaca. Y si no es cierto, seguro merece serlo.

Hemingway vivió en Cuba unos 20 años, y La Habana lo recuerda en lugares como el hotel Ambos Mundos (que conserva intacta la habitación del quinto piso donde habría escrito una gran parte de Por quién doblan las campanas) y los bares La bodeguita del medio y Floridita, donde hasta hoy se sirven, respectivamente, los mojitos y los daiquiris que el novelista siempre pedía. El primero es un lugar pequeño y entre sus paredes cubiertas de mensajes escritos se amontonan cientos de turistas, aunque la verdad es que tampoco tiene demasiado encanto. El segundo es un bar corriente donde los daiquiris terminan costando un ojo de la cara.  

Cuentan que Hemingway tenía amigos por todos lados, pero que especialmente había hecho muchos en España, país que adoraba. Y como no podía ser de otra forma en la ciudad que asegura tener “más bares por metro cuadrado que ninguna otra en Europa”, también Madrid fue escenario de borracheras épicas. En los ’50 se rodeaba de botellas de whisky y libros durante sus viajes, y solía parar en la Cervecería Alemana, la Casa Botín o el Museo Chicote. Y cuando en 1937 el novelista viajó a España como corresponsal de la Guerra Civil, escribía sus crónicas desde la cafetería del Hotel Tryp Gran Vía, que también terminó bautizando al bar con su apellido. De todas formas el hito más irónico de todos probablemente se esconda en el Arco de Cuchilleros (junto a la Plaza Mayor), donde en la puerta del local El Cuchi un cartel proclamaba: “Hemingway nunca estuvo aquí”.

A Pamplona el escritor llegó por primera vez en 1923, y luego la eligió como el escenario para Fiesta. Tan fascinado quedó con las corridas de toros que volvió a la ciudad ocho veces más, durante las cuales frecuentaba lugares como el bar Txoko y el café Iruña. Pero si hay un sitio que ha explotado turísticamente la presencia de Hemingway ése es Key West (en Florida, Estados Unidos), donde el escritor vivió entre 1931 y 1940. Ahí se puede visitar su casa y el Sloppy Joe, gran imán de turistas. También están el Harry’s Bar de Venecia (que incluso menciona en Al otro lado del río y entre los árboles), cierto resort alpino ubicado en la pequeña localidad austríaca de Schruns (donde hasta le levantaron un monumento) y el Costello’s de Nueva York, un bar de esos frecuentados por periodistas en el que, cuentan, Hemingway se peleó feo con John O’Hara.

Hay en la lista muchos lugares más. Al fin y al cabo, escritura y alcohol han recorrido un largo camino juntos, y Hemingway pelearía mano a mano con Bukowski el título del bebedor más eminente de la literatura moderna (tercero podría entrar Malcom Lowry). Pero más allá de la terrible fama, del ícono pop turístico e incluso de sus obras, Ernest dejó también excelentes tips para los aspirantes a escritores, como aquello  de descubrir  los objetos con “ojos recién estrenados” o aquella idea de narrar "yendo directo al grano”. No por nada en un poema (que justamente se titula Hemingway, ebrio antes del mediodía) Bukowski se refiere al novelista como “un hombre que era muy bueno con la palabra”. Merecido elogio, y se sabe que los borrachos no mienten. 

domingo, 10 de junio de 2012

Poderoso el chiquitín

Con su espíritu universal y su sonrisa eterna, los Playmobil llevan casi cuatro décadas encantando a los niños del mundo. 

1974, Alemania. Una empresa familiar, la Geobra Brandstätter, se dedicaba a producir juguetes y había alcanzado ya cierta notoriedad de la mano de esa bomba de relojería que fue el “hula-hula”. Pero la crisis del petróleo apretaba duro, y con ella la necesidad de crear productos que emplearan menos plástico en su fabricación. Por eso la compañía le encargó a su diseñador, el ingeniero Hans Beck, que se inventara algún chichecito pequeño y simple, cosa que implicara cierto ahorro de material.   

Beck (quien murió el 30 de enero de 2009 a los 80 años) puso manos a la obra. Basándose un poco en los garabatos que suelen dibujar los chicos (con ojos, boca y rasgos súper simples, pero sin nariz) tuvo la idea de concebir un muñeco de apenas 7,5 centímetros de alto que cualquiera hubiera podido meterse en el bolsillo. Nadie -ni siquiera él mismo- pensó entonces que el prototipo abriría una página clave en la historia del juguete, ya que en esos planos preliminares nacía nada menos que el primer Playmobil, un entretenimiento que según el propio Beck "no impone pautas específicas de juego", por lo cual "estimula la imaginación".

El secreto de mi éxito
En la Argentina los Playmobil empezaron a comercializarse en el ’76 a través de la empresa Antex. Su dueño, Antonio Atamian, recuerda que al principio los distribuidores no creían en el producto, porque pensaban que los chicos, (sobre todo los varones) “jamás querrían jugar con muñequitos”. “Todavía no existía el concepto de muñecos para nenes y había dudas, pero los mismos comerciantes nos dieron la confianza y al final, un poco a través del boca a boca y otro por la espectacularidad de las vidrieras, terminaron siendo un éxito”. 

“El Playmobil es uno de los juguetes más mixtos que existen y tiene una calidad extraordinaria. El plástico brillante con el que se fabrica es el mismo que se usa para fabricar los teléfonos”, precisa Atamian. “Además hay un tema de escala. El hecho de que sean tan pequeños hace que manteniendo la proporción se puedan diseñar grandes escenarios, como barcos y fuertes, que siguen adaptándose perfectamente al tamaño de los chicos”.

El caso es que muchos de esos niños que en los ’70 se deslumbraron por primera vez con los Playmobil se convirtieron más tarde en fanáticos coleccionistas que, más o menos organizados, mantienen hoy su afición. Algunos simplemente se dedican a acumular ejemplares y accesorios, otros prefieren “tunearlos” (modificar sus piezas) y también están los que arman complejas maquetas o dioramas que pueden recrear distintas temáticas o momentos de la historia.

“La mayoría de los coleccionistas tienen algún tema preferido, como el lejano oeste, el medioevo, los piratas, o la construcción”, cuenta un fan de Playmobil. “En general se juntan personas con temas en común, y así cada uno aporta lo suyo para armar los diferentes dioramas, que se planean con varios meses de anticipación y casi siempre para exposiciones. En España, por ejemplo, son muy comunes los pesebres de Playmobil que se arman para las fiestas de fin de año”. En estas muestras pueden verse escenas con Playmobil que ocupan desde la superficie de una baldosa hasta varios metros cuadrados, pero siempre llenos de detalles.

El principal mérito de Playmobil pareciera ser el hecho de que nunca pasa de moda, tal vez porque al poder inventar distintos escenarios quien está jugando difícilmente alcance a aburrirse. Incluso es uno de los pocos juguetes que quedan con el que jugaban los padres de los chicos que hoy siguen eligiéndolos, con lo cual se venden como muñecos y también como “emociones” para tantos treintañeros nostálgicos. Después de todo, ¿quién no jugó alguna vez con un Playmobil?

Más datos:

  • Los tres primeros Playmobil fueron un caballero medieval, un obrero y un indio. Actualmente hay unos 3.000 ítems, y se estima que desde 1974 se han vendido más de 2.200 millones de muñecos. El primer personaje femenino apareció en 1976, y los primeros niños en 1981.

  • Al comienzo su apariencia resultaba un poco más tosca que la actual, ya que tanto las piernas como los brazos eran estáticos. Pero con el tiempo los Playmobil se han ido modificando: los brazos giran y las muñecas no sólo visten minifaldas, sino también pantalones. Sin embargo los rasgos más característicos, como los ojos redondos y la sonrisa, han permanecido intactos.

  • El mayor grupo de aficionados de habla hispana se encuentra en www.playclicks.com, una comunidad sin ánimo de lucro formada por fanáticos de todo el mundo.

  • Uno de los modelos más vendidos en la Argentina fue la nave espacial llamada “Playmo Space”, que en su momento causó un verdadero furor. También tuvieron gran éxito otros modelos como el barco pirata, el fuerte, el plato volador, el auto de bomberos y la ambulancia. En total se vendieron hasta hoy en la Argentina 60 millones de muñecos.

domingo, 3 de junio de 2012

Los “no lugares” de la gastronomía

A pesar de su atmósfera artificial, los patios de comidas son visitados por miles de comensales atraídos por su practicidad.

Los patios de comidas se cuentan entre "lo menos" de la gastronomía, algo que tampoco es casual: estamos hablando de espacios ruidosos donde gran parte de los alimentos lucen plásticos y la iluminación es excesiva. Pero entonces ¿por qué seguimos eligiendo los patios de comidas? En parte porque al mismo tiempo resultan bastante prácticos: en general no presentan sorpresas, son relativamente baratos, fáciles para decidir qué comer y -lo que es aún más importante- están siempre a un paso de donde uno suele ir de shopping, o al cine, o a un parque temático, o a tomar un avión, o a trabajar en un complejo de oficinas. Es que los patios de comidas -como todos los “no lugares”- se vinculan necesariamente a algún tipo de transacción. 

El patio de comidas del Unicenter tiene capacidad para 1.800 personas. El del DOT, para 1.400, el del Abasto 1.200 y el Patio Bullrich, 800. Pero más allá de las sutiles diferencias, lo que llama la atención es el parecido que estos megacomedores tienen entre sí, siempre con su diseño panóptico, sus similares marcas (que supuestamente representan gastronomías de distintos países) y hasta el mismo olor en casi todos lados. Incluso los precios son semejantes sin importar el barrio: un menú con carne o pollo más guarnición y bebida puede costar 45 pesos, mientras que uno de pasta o ensalada con pan y gaseosa ronda los 38.

Más que a los restaurantes, los patios de comidas podrían asimilarse a los supermercados, donde todo lo que se vende está estudiadamente expuesto: un paraíso de contacto directo con la mercadería. “El shopping realiza de manera perfecta lo que manda la mercancía”, escribe Beatriz Sarlo en el libro La ciudad vista. “Exhibe la regularidad de su valor medido en dinero, de manera abstracta y con una tendencia irrefrenable a presentarse como universal. Por eso los shoppings pueden ser recorridos sin que se los conozca. No necesitan ser familiares, porque no ofrecen nada diferente a lo que ya se sabe por experiencias anteriores. No se puede descubrir un shopping, sino que su cualidad es precisamente la opuesta: negarse a todo descubrimiento, porque tal actividad significaría una pérdida de tiempo y una falla de funcionamiento”.

Por eso en el patio de comidas nada es casual. Tanto su orden como su claridad, su limpieza y su seguridad funcionan de acuerdo a sus fines. Cada centímetro está organizado racionalmente, y no se admite nada que se desvíe de esa racionalidad. Un usuario de un patio de comidas podría transformarse sin dificultades en usuario de otro, incluso aunque se encuentre en otra ciudad. Es que las señales son tan legibles, tan obvias, que entenderlas no presenta ningún tipo de problemas.

En Estados Unidos los patios de comidas se conocen como “food courts” y fue en 1974 cuando el primero de ellos saltó a la fama gracias a su sus abultadas ventas en el shopping “Paramus”, de New Jersey. En Perú estos espacios se llaman “plazas de comidas” y en Venezuela llevan el curioso nombre de “feria de la comida”. Así y todo, el récord en materia se lo llevan Singapur, Malasia y Tailandia, donde los patios de comidas son tremendamente populares.

¿Quiénes visitan los patios de comidas? Principalmente, los adolescentes y las personas mayores. Los primeros, quizás, porque no tienen el recuerdo de otras costumbres ni otras experiencias más queridas que añorar. En cuanto a los mayores, a ciencia cierta no lo sabemos, pero se nos ocurre que tal vez su inclinación tenga que ver con la facilidad que el patio de comidas les ofrece en términos de acceso en un mundo que demasiadas veces les da la espalda. 

La mayoría de los patios de comidas funcionan de 10 a 24 los días de semana y hasta las 2 de la mañana los fines de semana: 16 horas ininterrumpidas despachando mercadería. En general ofrecen poca variedad de platos –lo que baja notablemente sus costos- y, como suelen contratar empleados que hacen una sola cosa, pueden pagarles poco y reemplazarlos con rapidez cuando al cabo de un tiempo se terminan cansando. Es poderosa la industria de los patios de comidas. Y también nos brinda la ilusión de una multiplicidad de opciones, cuando las compañías involucradas son en realidad unas pocas.

Por eso la mirada de Sarlo sobre los shoppings aplica perfectamente a los patios de comidas, máxime en el pasaje donde la ensayista señala que “la mayoría de los habitantes de la ciudad encuentran en el mercado lo que creen desear libremente cuando una alternativa no se les presenta ante los ojos, o les resulta desconocida y probablemente hostil a lo que han aprendido en la cultura más persuasiva de las últimas décadas: la de los consumidores”.

¿Qué son los “no lugares”?
El concepto de “no lugares” fue acuñado por Mar Augé, un antropólogo francés que se ocupó de estudiar esos sitios donde no hay identidad ni vínculos directos entre el que los ocupa y el lugar, como por ejemplo shoppings, aeropuertos, autopistas, etc. En general son espacios necesarios para la circulación acelerada de personas y bienes. “El no lugar es lo contrario de un domicilio, una residencia, de un lugar en el sentido corriente del término. Solo, pero semejante a los demás, el usuario del no lugar mantiene con éste una relación contractual simbolizada por el billete de tren o avión, la tarjeta para el peaje, etc. En estos lugares se conquista el anonimato si se provee la prueba de la identidad personal: pasaporte, tarjeta de crédito, cheque o todo otro permiso que autorice a su acceso”, explica la contratapa de Los “no lugares”, espacios de anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, escrito por Augé y editado por Gedisa.